El yayo, las magdalenas y el baile

Si tengo que relacionar a mi abuelo con algo gastronómico, lo haría con tres cosas (y no necesariamente comidas): la redoma (lo que viene siendo un porrón) que llenaba de vino tinto y gaseosa en cada comida, el culo del pepino que se colocaba en su despejada frente en verano, para refrescar, ya se sabe, y las magdalenas.

Mi abuelo era capaz de comerse una bolsa entera de magdalenas al día. Y no magdalenas pequeñas o de esas industriales, sino magdalenas de buen tamaño, de las que se hacen en el horno del pueblo y cuya receta publicamos hace un tiempo.

Si de mi abuela paterna heredamos la avidez por la comida, de mi abuelo materno llevamos en el ADN el gusto por lo dulce. Le privaba de un modo exagerado. Recuerdo una fiesta de guardar, todos en su casa y él sin apenas apetito, hasta que llegó el postre, claro. Era algo tipo flan o puding, bastante dulzón. Se comió toda la bandeja.

Y si a pesar de las calorías que todo eso podía llevar, mi abuelo tenía un tipín, era porque lo que de verdad le gustaba, por encima de todo, era bailar. Bailar y bailar, sin descanso. En el momento que fuera, donde estuviera y lo que sonara. En cuanto escuchaba unas notas musicales allá que se arrancaba, y si estabas cerca te cogía, y yo encantada. ¡Siempre serás mi pareja preferida en los pasodobles de los bailes!

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