Estás en Madrid y tu madre te agasaja con manjares de todo tipo. Y no es que los hiciera expresamente para ti, muchos estaban allí como resultado de su gran pasión: cocinar.
Cookies de chocolate, rosquillas de vino, calamares, tortillas, una especie de cocido que no es cocido… Y la nevera llena (y sin nada caducado), y los estantes repletos (y no de latas o legumbres de bote para sobrevivir).
Como quien da los buenos días, te pregunta si quieres que prepare un bizcocho para mañana desayunar. Y tú, que intentas evitar tentaciones (por si no hubiera pocas en su cocina) y que tampoco quieres que se moleste, le dices que no, que no es necesario, que tranquila, que seguro que encuentras algo en la cocina para desayunar…
Y sales a la calle porque has quedado a comer, ves una exposición de Hitchcock y después vas al cine (con ella). Y cuando llegáis a casa resulta que ahí está, un pequeño y atractivo bizcocho, que no sabes muy bien cuándo ha podido hacerlo, porque ella también ha estado fuera gran parte del día.
Piensas en alto que qué chulo es el bizcocho, que te recuerda a tu infancia, de los amarmolados que tú misma hacías cuando empezabas a coquetear con la cocina. Pero ella, muy pulcra, te corrige en seguida y te dice que no, que este bizcocho es un cebracake. ¿Un cebra qué? Pues sí, bien mirado parece el lomo de una cebra.
No sé si sabéis que mi madre es una máquina, incansable, metódica, constante y con una capacidad de aprendizaje y trabajo que asusta. Y por supuesto, una gran cocinera.
La receta sale de los cursos de cocina que Elena Segura imparte en Alcorcón y a los que puntualmente acude mi madre cada semana, ¡y cuidado con perderse una clase!